Cuando los dedos se llenan de una tinta invisible llamada inspiración —lo que, ocasionalmente, yo llamaba musa—, te invitan a escribir un par de frases que no tienen sentido la primera vez. No lo tienen, pues no precisas de qué o quién estás escribiendo. Sólo al compás de las letras mientras se van plasmando prácticamente solas porque, en esta ocasión, tus dedos son más veloces que tus propios pensamientos. Entonces, ya casi al finalizar lo que creíste un pensamiento que podría abarcar una historia maravillosa, te preguntas...
¿A quién le estoy escribiendo?
Resulta que no siempre lo sabes.
O, más bien, no siempre esperas que sea sobre alguien específico.
Curiosamente, esta noche me ha dado por leer. Leer. Leer. Leer mucho. Leer hasta que me duelen en las pestañas cada trazo y cada letra. No obstante, comprender la dolencia no es algo que pueda hacer en este momento. Yo solamente escribo. Me hago ajeno a mi pensamiento. Me hago ajeno al tiempo y al momento. A la coherencia. Escribo porque mi cuerpo lo pide, porque el corazón tiene un sentimiento que no quería recordar.
Es extraño lo que provoca un nombre...
Muy extraño...